Marina

Escribir es lo más exhibicionista que he hecho en los últimos días.

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Mariano se despertó ese día sabiendo que era el último, que ese día iba a morir. Toda la niñez y temprana adolescencia rodeado de mujeres que leían religiosamente el horóscopo y vestían a todos los recién nacidos de rojo había mermado lo suficiente para que entienda que esas cosas siempre decían algo de verdad. Su novia, por otro lado, lo juzgaba como alguien sumamente supersticioso, sin querer ver lo que, hasta ahora había sido para él tan veraz como cualquier otra creencia que ella juzgara cierta.
  Qué te vas a estar muriendo. No sales de la casa nunca y piensas que te vas a morir. Primero me muero yo cuando me dé una trombosis por las estupideces que dices siempre y luego te mueres tú. — le había dicho la noche anterior Lucía.
Pero es que Lucía no entendía. La galleta se lo había dicho. Esa fatídica noche, cuando habían salido a comer comida china, la galleta de falso aspecto inocente le había  anunciado una muerte terrible. Terrible porque, como cualquier otra galleta, sólo lo había dicho de la manera más sonsa y simplista del mundo: mañana al despertar no serás el mismo.
Aquel mensaje vago y angustiante resonaba en la cabeza de Mariano de manera estrepitosa. Él, que había sido un hombre rutinario y obsesivo hasta ahora, no encontraba otra explicación sino que la galleta intentaba decirle que mañana su cuerpo no sería el mismo: se levantaría sin vida, al lado de una Lucía que no se daría cuenta sino hasta que sea demasiado tarde. O peor aún, moriría haciendo algo vergonzosamente banal, como lavándose los dientes o cagando.
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El cuerpo —en teoría— no es otra cosa que un montón de huesos, tejidos, músculos.  En la práctica, es algo más complicado.
Viví veinte años acostumbrada a pesar casi doscientas libras y en algún momento, paulatinamente, perdí unas sesenta: mi cuerpo cambió por completo. Se convirtió en uno que ya no me pertenecía, que no entendía porque no me había acompañado como el otro.
Empecé a llevar dos cuerpos. El primero, el físico; y el segundo, metafórico, sólo evidente para mí.
Me resultaba difícil verme al espejo sin confundirme con lo que veía o tener una foto mía sin escudriñarla. Era alguien diferente en cada espejo, compraba ropa mucho más grande de la que necesito, calculaba siempre que iba a ocupar un espacio mucho mayor.
Me había vuelto una extraña.
Quería verme desde afuera, cuando mi cuerpo le pertenece a la mirada de otro y en ese momento, tratar de (re)conocerme.
Me incomodaba un montón que me tomen fotos. Trataba de esconderme del ojo ajeno que sentía que me juzgaba de la misma forma en que yo lo estaba haciendo. Ahora, cuando veo esas fotos me resulta evidente mi postura tensa y la sonrisa nerviosa en las reuniones familiares o los viajes con amigos. Me ponía nerviosa no cumplir las expectativas que arbitrariamente me había impuesto. Y claro, nunca las cumplía porque  me estaba pidiendo ser alguien netamente ornamental.
Entonces encontré a un fotógrafo que crea fotos de mujeres en situaciones cotidianas, pero sin ropa. En ellas, la desnudez no es sólo física, es también simbólica. Veía a todas estas mujeres como las más libres del mundo y las envidiaba por poder cargar con su cuerpo con gracia. No entiendo en qué momento accedí a intentar hacer lo mismo, pero para mí, era la forma en que me obligaría a cargar con mi cuerpo.
Desnudarme frente a la cámara fue, también, un striptease emocional. Ese día pude relajarme sin importar si se veían mis músculos sin definir, mis innumerables estrías o el viento al aire. Aprendí a decir ‘sí’ a mi propio cuerpo.
Esas fotos representan el momento en que me di cuenta de que mi cuerpo, más allá de un saco de órganos y huesos, era parte de mí, y podía llevarlo con gracia.
Me daba (me sigue dando, a veces) un pudor inmenso que alguien más me apunte con un lente. Un retrato desde la mirada ajena y que no conoce los ángulos que creemos funcionan en nosotros, es intimidante.
Me siguen poniendo un poco incomoda las fotos, pero no tanto como para dejar de tomarlas. Ya no me escondo de la mirada del otro, porque yo me atreví a ver más allá de lo que pensaba que estaba obligada a ser. Mis piernas funcionan, me llevan a donde necesito ir. Mis brazos funcionan porque abrazo a quien quiero. Mi vientre funciona y se sigue hinchando de vez en cuando. Mi cuerpo y todas sus imperfecciones es mío y me sirve para cargar esta existencia.
Los conceptos de desnudez y libertad han estado íntimamente unidos desde mucho antes de que estuviera aquí y lo estarán mucho después, pero me gustó entender que la desnudez es mucho más que ese concepto unidimensional.
La desnudez, para mí, es también conocimiento. Es poder sobre mí misma. Es domar ese equivocadísimo concepto que a veces llevamos a cuestas que nos dice que es nuestra obligación ser hermosos para los demás. Yo soy hermosa porque he vuelto a ser mía.

{Thalie lo editó, obviamente. Yo no escribo tan lindo sola}

El cuerpo

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Siempre me he preguntado si todos tenemos una relación tan complicada con el propio cuerpo como la que yo creo tener. Me resulta difícil verme al espejo sin luego confundirme con lo que veo o tener una foto mía sin pensar que no me parezco al espejo o que esta no soy yo. Soy alguien diferente en cada foto, espejo o reflejo que veo.

El cuerpo no es otra cosa que un montón de huesos, tejidos, músculos y todas esas cosas que muy seguramente me enseñaron, pero ya no recuerdo.  Siempre he querido verme desde afuera, como mi cuerpo cuando este le pertenezca a otro para tratar de (re)conocerme.
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I

Muchas veces pensé que escribir era el símil perfecto para a un exorcismo más bien precario. Podría muy bien ser una desparasitación, pero eso nos quitaría lo místico de andar cazando fantasmas internos para pasar a un acto rutinario que nuestras mamás nos obligaban a hacer de pequeños. Lo importante de la figura es que se debe sacar algo de dentro del cuerpo: un algo que normalmente no se sabe qué es. Entonces, ¿cómo perseguir algo que no tiene forma y que vive dentro de nosotros? Me imagino a todas estas emociones pegadas una contra otras dentro del cuerpo y que si no se sacan, empiezan a crecer hasta volverse incontrolable. Entonces estallamos y empieza el vómito verbal.

II

Hay veces que encuentro residuos en el cuerpo de algo que creí haber sacado hace tiempo. Por supuesto, esto es una gran mentira que me digo porque me asusta pensar cuánto tiempo más esto va a seguir viviendo dentro de mí. Hoy fue por una tonada en un comercial. Una vez más me sentí ridícula sintiendo cosas por alguien que no existía.

III

También los sentimientos se pueden mezclar con caprichos. Hoy me dijo que tal vez fue una mala idea estar juntos después de todo. Sólo se materializó la idea porque, aparentemente, los dos ya sabíamos esto desde mucho antes, incluso tal vez desde el principio. En un año, me dijo. En un año se va. Y casi no nos vemos por lo lejos que estamos y por lo ocupada que se ha convertido esta vida de joven adultez que llevo con torpeza encima. La solución razonable es terminar y todo y yastá, cada cual para su casa. El problema es que se me está dificultando seguir lo razonable.
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En un momento de nuestras vidas se nos empezó a implantar la idea de que el tiempo vale mucho. Entonces, a medida que crecemos, vemos al tiempo como algo que presupone una carga en lugar de una construcción que en algún momento alguien creó para documentar los movimientos del sol. El tiempo se convierte en algo que debe producir, en lugar de algo que se debe dejar pasar. Por supuesto, el tiempo pasa y esto presupone un acontecimiento angustiante: pasan los minutos y aún no nos hemos graduado, pasa los años y aún no nos hemos casado, no hemos tenido hijos, no hemos viajado. Finalmente se acaba el tiempo y con horror descubrimos que no hemos vivido.

Me angustia mucho esta impresión absurda de estar perdiendo el tiempo. Estudio, trabajo de lunes a domingo y hago prácticas en la Universidad, todo al mismo tiempo y aún así siento que estoy perdiendo el tiempo. No es que piense que estoy rindiéndome al ocio, al contrario, he empezado a creer que sentarse a no hacer nada y ver el techo durante toda la tarde es también perder el tiempo. Mi tiempo merece ser dilapidado si quiero y debería tener el derecho a disfrutar despilfarrándolo si quiero.

Sin darme cuenta me veo inmersa en un sistema que me ahoga. Trabajo en una compañía demandante que siempre necesita de mi tiempo y en donde se exige disponibilidad a toda hora. Les he dado mi tiempo a cambio de dinero. Este dinero, a su vez, sirve para pagarme la Universidad que, por otra parte, tiene como objetivo graduarme para salir de un trabajo que ya poco me estimula. Es un círculo vicioso y he llegado a pensar que esta es la forma de prostitución intelectual más perfecta que existe. El trabajo dignifica, se dice, pero no encuentro nada digno estar frente a una computadora todo el día respondiendo correos y peleando con gente que no conozco o llenando los datos de un contrato que no me afecta en lo más mínimo.

Por otro lado, el dinero y el poder de gastarlo en cosas que creemos necesitar es uno de los sentimientos más liberadores que he encontrado. No, esto no tiene nada que ver con el status de tener un celular con una manzanita a medio morder o ropa que probablemente fue hecha en China en condiciones deplorables, pero que es cara porque tiene una marca en el estampado. Crecí en un hogar que constantemente necesitaba dinero. Tuve una infancia bastante feliz, pero más de una vez vi a mi madre angustiada haciendo números en su cabeza una y otra vez, sin que le cuadren en ningún intento. Siempre estábamos en rojo y el dinero era este animal mitológico que los demás tenían y que nosotros debíamos racionar para lo necesario. Ahora siento que tengo el poder de ayudarla y ya no siento que el dinero sea algo que está a kilómetros de donde estoy yo.

Me he creado un conflicto que indudablemente tienen un montón de personas más. Es fácil teorizarlo constantemente todo y concluir, por ejemplo, que el tiempo merece ser gastado en el ocio y que el dinero siempre va a ser una necesidad constante y sólo se consigue con trabajo. También es muy fácil ver que no practico lo que predico y que todavía me estoy ahogando.

El derecho a estar triste

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Hoy me encontré envuelta en un montón de papeles que no supe manejar y puertas cerradas sin respuestas. Al final fracasé y la burocracia me derrotó de forma aplastante. Tal vez esto fue porque nunca hubo oportunidad y mi necedad hizo que llegase más allá de lo necesario. Tras semanas de intentar que las cosas salgan como lo tenia planeado, me encontré con un pasillo impersonal y vacío que no me dio respuestas y terminó por lastimar una parte de mí.

El día de hoy me cansé de intentar y por un momento quise detener el tiempo. Imaginé, por enésima vez en mi vida, que en mi bolsillo contaba con un reloj mágico que había olvidado y que permitiría poder sentarme a sentir lo que sea que tenía dentro de mí. Esto no pasó y en lo que quedó del día seguí cumpliendo mis obligaciones en el trabajo y durante este lapso me mantuve más bien neutral. No lloré, tampoco sentí: todo fue blanco por un momento y así se mantuvo bastante tiempo. 

Aún no entiendo si este fenómeno ocurre porque estoy rodeada de gente y para sentir necesito estar sola, como en la fantasía del tiempo detenido. De todos modos, después de estar sola en mi cuarto, descubrí que ya no quería llorar y que me sentía bastante tonta. No era el hecho de que las cosas habían fallado, más bien era esta constante sensación de estar dramatizando todo. Es que siempre se podría estar peor, le dije a mi madre, siempre podría estar vendiendo cualquier cosa en la calle para poder comer. Siempre podría pasar algo aún peor y eso es un consuelo que he inventado.

Una de las cosas que logró la presencia de María Augusta en mi vida es que ahora no puedo sentirme triste sin soportar también la idea de que estoy haciendo el ridículo. La lógica que dejó es que no hay derecho para estar triste, siendo que hay personas que se encuentran en peores situaciones que yo. Y que todo esto no es más que algo cursilón que he creado porque quiero llamar la atención de los demás, como los niños pequeños.

Entiendo, también, que esta idea es ridícula y que cada quien tiene el derecho de sentirse como le venga en gana. El problema es que, a pesar de que sé lo poco saludable que es dejar de sentir, siempre va a entrar en conflicto la sensación de estar haciendo el ridículo ante alguien más. Me es muy difícil definir la línea entre lo teatral de la tristeza y la verdadera desdicha.

¿Existe esto?
¿Existe la verdadera desdicha?

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De vez en cuando las palabras brotan como cascada desde adentro del cuerpo: un sólo desorden de ruido que arrasa con todo.

En un momento nos damos cuenta de la manera más absurda que somos un poco más que un conjunto de tripas y huesos: albergamos todas las risas del mundo y todos los llantos del mundo. Nos convertirnos en gritos que no dicen nada y en un caos más bien disimulado que querría tomar un respiro a través de la piel.

No hay cosa peor que convertirse en un lugar común. 
Goonie