Mariano se despertó ese día
sabiendo que era el último, que ese día iba a morir. Toda la niñez y temprana
adolescencia rodeado de mujeres que leían religiosamente el horóscopo y vestían
a todos los recién nacidos de rojo había mermado lo suficiente para que
entienda que esas cosas siempre decían algo de verdad. Su novia, por otro lado,
lo juzgaba como alguien sumamente supersticioso, sin querer ver lo que, hasta
ahora había sido para él tan veraz como cualquier otra creencia que ella
juzgara cierta.
— Qué
te vas a estar muriendo. No sales de la casa nunca y piensas que te vas a
morir. Primero me muero yo cuando me dé una trombosis por las estupideces que
dices siempre y luego te mueres tú. — le había dicho la noche
anterior Lucía.
Pero es que Lucía no entendía. La
galleta se lo había dicho. Esa fatídica noche, cuando habían salido a comer
comida china, la galleta de falso aspecto inocente le había anunciado una muerte terrible. Terrible
porque, como cualquier otra galleta, sólo lo había dicho de la manera más sonsa
y simplista del mundo: mañana al
despertar no serás el mismo.
Aquel mensaje vago y angustiante
resonaba en la cabeza de Mariano de manera estrepitosa. Él, que había sido un
hombre rutinario y obsesivo hasta ahora, no encontraba otra explicación sino
que la galleta intentaba decirle que mañana su cuerpo no sería el mismo: se
levantaría sin vida, al lado de una Lucía que no se daría cuenta sino hasta que
sea demasiado tarde. O peor aún, moriría haciendo algo vergonzosamente banal,
como lavándose los dientes o cagando.
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