Una vez, hace tiempo, me contaron de la existencia de una isla viva. Sí, viva: había nacido, crecía, había intentado reproducirse sin éxito y eventualmente moriría. Esto último no importaba mucho porque, a pesar de existir, no vivía demasiado: sólo era sin darse cuenta. Esa es una de las formas de existencia más prácticas que existen.
El problema es que la isla sólo era eso en un primer momento. No había nacido como isla o como cualquier otra cosa parecida. Había sido, al principio, animal. Era un monstruo, de esos que sólo salen en los libros viejos de pescadores y a los que sabiamente se temen. Nadie me ha explicado cómo, pero éste monstruo un día ya no se movió más. En la aldea hay muchas versiones dando razones. Los niños me dijeron que el monstruo se volvió viejo y perezoso. Mis vecinos me hablaban de un ser obstinado que por rebeldía tonta se estancó. Las mujeres decían que estaba en ese estado aletargado por amor. Lastimado, triste, defectuoso, lacónico, moribundo: todos tenían un calificativo que creían calzaba perfecto para la situación. Yo creo que sólo se estancó sin más, porque sí, porque le dio la gana. Se quedó en la superficie, sólo con el lomo visible sobre el agua y decidió que no quería ser más un monstruo. El tiempo se compadeció de él y fue así como se hizo isla.
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